domingo, 6 de noviembre de 2011

La arena, un horizonte. 

El verano pasado, después de cierta distancia, mi familia materna decidió organizar un viaje, en él participamos la abuela, sus cinco hijas, los seis nietos y sólo uno de los yernos; la idea era tener un reencuentro de mujeres en la playa.
Y así fue, mientras nos reconciliábamos con ella, la arena nos regaló el nacimiento de las tortugas. Un misterio inédito para cada una de nosotras, un regalo de esos que ayuda a comprender lo que sostiene la vida.
En nuestro primer paseo por la orilla del mar nos dimos cuenta del embarazo de la arena, la arena estaba preñada de los huevitos escondidos por una tortuga. Esto lo supimos porque alguien se había encargado de construir una especie de chiringuito desnudo, dispuesto - como todos los chiringuitos - de manera rectangular, pero carente de paredes, vacío en su interior, sus extremos se encontraban adornados con banderines rojos que prohibían la proximidad a los vacacionistas.
Al pasar por allí, supimos que en algún momento la tierra se abriría para dar paso a un montón de criaturitas, sin embargo, fuimos escépticas, pensamos que seguramente no estaríamos allí para cuando eso ocurriera, pero, teníamos tantas ganas de verlas, eran unas ganas de esas ganas que se resignan al instante.  
El penúltimo día del viaje, habíamos planeado cambiar de playa, pasar la tarde en un lugar más divertido para los niños, sin embargo, no hubo tiempo, así que terminamos yendo a la playa de todos los días, la playa de los banderines y la espera. Fue ese día cuando sucedió, al pasar por un costado del chiringuito, vimos una cabecita negruzca sobresaliendo de la preñada arena. Era como si un volcán planease bullir en cualquier momento y sus rocas fuesen pequeñas cuadrúpedas sedientas de mar.
La cabeza asomada esperaba por el cuerpo, esperaba el resquebrajamiento de otros cascarones, ella podía salir en tanto las demás también lo hicieran. De modo que, pasados cincuenta minutos, cada vez más cabecitas negruzcas relucían en la superficie, impulsadas por sus cuerpos, se expandían a lo largo y ancho del terreno hasta que la primera tortuga se encontró fuera de cuerpo entero e inició el camino de vuelta; los niños de la playa decían, se va al mar, quiere buscar a su mami, tiene hambre, la tortuga tiene hambre. Fue difícil acercarse a la orilla, a mitad de camino, la arena - en un mal paso - derribó su cuerpo, la tortuguita quedó patas arriba, aleteando toscamente, mientras tanto, nadie se movía, sus hermanitas esperaban por ella, al ver que no podía dar la vuelta, la rescatista formó con sus manos una especie de oleada arenosa, la cual aproximó al caparazón boca arriba hasta que recuperó su posición. Cuando la primogénita estuvo casi en el agua, las demás comenzaron a seguirla, la rescatista decía: siempre despiertan así, la primera marca el recorrido y, una vez está segura del mismo, las demás ¨intuitivamente¨la siguen.
Setenta y dos tortuguitas nacieron ese día, mientras observábamos el ritual de entrega al mar, Marialexandra - mi prima menor - gritaba a la última tortuguita, ven, ven tortuuuuugaaaaa, vennnn! y la tortuguita llegó hasta sus pies, se desvió del camino, llegó, la rozo, mi tía, formó junto a su hija una olita de arena para hacerla volver, la niña fue feliz al saber que era capaz de ser una tortuga, ese día ella fue una más de la camada, todas lo fuimos, aunque quizás sólo Marialexandra lo supiera. 

Desde ese instante, deseo pasar el resto de mis días viendo a las tortugas buscar el mar. 

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